Negón, la esencia de la naturaleza en la Ribera del Duero
Pocas visitas hay tan auténticas como la que nos ofrece Víctor a su bodega de Fuentecén, entre Peñafiel y Aranda de Duero.
Víctor nos espera a la entrada de su pueblo, como lo hace el Cristo en lo alto de su iglesia: con los brazos abiertos. Y con él nos vamos a comenzar la visita al pintoresco (¡y casi fantasma!) pueblo de Haza, estratégicamente colocado en lo alto de un cerro dominando toda la comarca. Surgió como recinto medieval amurallado y llegó a ser una importante villa con jurisdicción de señorío, pero hoy sus habitantes apenas suman dos docenas y su esplendoroso pasado tan solo se adivina entre las ruinas de sus murallas y de su castillo. Todo un privilegio pasear entre la historia con quien la conoce desde niño y de primera mano.
Puestos ya en situación, abandonamos el pasado y nos vamos al presente: a descubrir los viñedos de los que nacen los vinos de Negro González, el viñedo viejo y el recién plantado. Nos gustan los dos. En el viejo, campan a sus anchas viejas viñas retorcidas y protegidas del viento para dar el fruto que se les antoje, escaso, pero siempre bien maduro, concentrado. En el nuevo, tenemos la suerte de encontrarnos a Antonio, el padre de Víctor, azada en alto, mimando los primeros años de unas viñas llamadas a darnos muchas alegrías.
Nos gusta ver al padre y al hijo juntos, mano a mano. Se nos antoja que así ha sido en verdad siempre en los pueblos de Castilla donde el hijo sucedía al padre en el cuidado del viñedo. Y el padre transmitía al hijo las enseñanzas de tantas jornadas echadas en el campo, compartiendo horas con la naturaleza, siguiendo y respetando sus ciclos.
Pero ¡ea!, a lo nuestro. Llega por fin el momento tan esperado, el de probar el vino. También aquí hay sorpresas, ¿os he dicho que son vinos biodinámicos? Pues lo son, y los catamos como dos paisanos a la puerta de la bodega subterránea, una de las muchas que hay en el pinar que rodea Fuentecén.
Tinta fina, garnacha, albillo... Del viñedo salen varias variedades que van a parar a los vinos, tintas y blancas, nunca en la misma proporción pues la naturaleza es caprichosa. Eso les da un toque original, auténtico y sorprendente. Yo me inclino por su clarete fermentado en barrica, su 1.618, su razón áurea. Es de los que, cuanto más lo pruebas, más lo entiendes y más te gusta: una madera discreta, un peculiar aroma de cerezas silvestres, una acidez muy rica y mucho volumen en boca.
Después, creo enamorarme de Kairyo, la mejora continua. Me gusta su juventud, doblegada solo en parte a la barrica, y su tanino rebelde que no se doblega ante nada. Negón me convence con su fruta madura y sus taninos más hechos, por algo es la estrella de la casa. Y definitivamente caigo rendida a los pies de Dharma, la esencia. Lo tiene todo: la sutileza de 1.618, la energía de Kairyo, la madurez de Negón y, sobre todo, profundidad y equilibrio. Un vino que transmite paz, o quizás es todo en su conjunto, es el entorno.
¿Tendrá que ver con las energías de la naturaleza? Sin duda, están en la botella. Y en Víctor. ¿De dónde si no saca tanta fuerza para un proyecto tan grande?
Bodega Negón, Fuentecén, D.O. Ribera del Duero